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Eduardo Acevedo Díaz en AlbaLearning

Eduardo Acevedo Díaz

"El combate de la tapera"

Capítulo 3

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Biografía de Eduardo Acevedo Díaz en Wikipedia

 
 

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Música: Rachmaninov_Op.36, Sonata No12
 

El combate de la tapera

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Las balas que penetraban en la tapera, habían dado ya en tierra con tres hombres. Algunas, perforando el débil muro de lodo hirieron y derribaron varios de los transidos matalones.

La segunda de las criollas, compañera de Sanabria, de nombre Catalina, cuando más recio era el fuego que salía del interior por las troneras improvisadas, escurriose a manera de tigra por el cicutal, empuñando la carabina de uno de los muertos.

Era Cata—como la llamaban—una mujer fornida y hermosa, color de cobre, ojos muy negros velados por espesas pestañas, labios hinchados y rojos, abundosa cabellera, cuerpo en vigor extraordinario, entraña dura y acción sobria y rápida. Vestía blusa y chiripá y llevaba el sable a la bandolera.

La noche estaba muy oscura, llena de nubes tempestuosas; pero los ojos culebrones de las alturas o grandes “refucilos” en lenguaje campesino, alcanzaban a iluminar el radio que el fuego de las descargas dejaba en las tinieblas.

Al fulgor del relampagueo, Cata pudo observar que la tropa enemiga había echado pie a tierra y que los soldados hacían sus disparos de “mampuesta” sobre el lomo de los caballos, no dejando más blanco que sus cabezas.

Algunos cuerpos yacían tendidos aquí y allá. Un caballo moribundo con los cascos para arriba se agitaba en covulsiones sobre su jinete muerto.

De vez en cuando una trompa de órdenes lanzaba sones precipitados de atención y toques de guerrilla, ora cerca, ya lejos, según la posición que ocupara su jefe.

Una de esas veces, la corneta resonó muy próxima.

A Cata le pareció por el eco que el resuello de la trompa no era mucho, y que tenía miedo.

Un relámpago vivísimo bañó en ese instante el matorral y la loma, y permitiole ver a pocos metros al jefe del destacamento portugués que dirigía en persona un despliegue sobre el flanco, montado en un caballo tordillo.

Cata, que estaba encogida entre los saúcos, lo reconoció al momento.

Era el mismo; el capitán Heitor, con su morrión de penacho azul, su casaquilla de alamares, botas largas de cuero de lobo, cartera negra y pistoleras de piel de gato.

Alto, membrudo, con el sable corvo en la diestra, sobresalía con exceso de la montura, y hacía caracolear su tordillo de un lado a otro, empujando con los encuentros a los soldados para hacerlos entrar en fila.

Parecía iracundo, hostigaba con el sable y prorrumpía en denuestos.

Sus hombres, sin largar los cabestros y sufriendo los arranques y sacudidas de los reyunos alborotados, redoblaban el esfuerzo, unos rodilla en tierra, otros escudándose en las cabalgaduras.

Chispeaba el pedernal en las cazoletas en toda la línea, y no pocas balas caían sin fuerza a corta distancia, junto al taco ardiendo.

Una de ellas dio en la cabeza de Cata, sin herida, pero derribándola de costado. En esa posición, sin lanzar un grito, empezó a arrastrarse en medio de las malezas hacia lo intrincado del matorral, sobre el que apoyaba su ala Heitor.

Una hondonada cubierta de breñas favorecía sus movimientos.

En su avance felino, Cata llegó a colocarse a retaguardia de la tropa, casi encima de su jefe.

Oía distintamente las voces de mando, los lamentos de los heridos, y las frases coléricas de los soldados, proferidas ante una resistencia inesperada, tan firme como briosa.

Veía ella en el fondo de las tinieblas la mancha más oscura aun formaba la tapera, de la que surgían chisporroteos continuos y lúgubres silbidos que se prolongaban en el espacio, pasando con el plomo mortífero por encima del matorral; a la vez que percibía a su alcance la masa de asaltantes al resplandor de sus propios fogonazos, moviéndose en orden, avanzado o retrocediendo, según las voces imperativas.

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